5 inolvidables secuencias de sueños de cine
Con motivo de la publicación del libro Filmar los sueños de Carlos Atanes, un esclarecedor ensayo sobre la relación entre el mundo de los sueños y el cine que concluye proponiéndonos el que podría ser el auténtico cine onírico, SOLARIS ha pedido a cinco de sus autores solaristas habituales que compartieran sus “sueños de cine” favoritos: cinco secuencias de cinco películas diferentes que, a su juicio, merecen ser recordadas.
Aquí van sus recomendaciones, ¡y nuestro agradecimiento a todos ellos!
Mi sueño cinematográfico
Por José Ángel Barrueco
Tal vez debería explayarme sobre 8 y medio y esos sueños que Federico Fellini filma con un blanco y negro más maravilloso que la vida; o recordar a David Lynch y sus estructuras de paranoia y palabras pronunciadas al revés; o cualquier momento de Vértigo, de Alfred Hitchcock; o podría escoger Inception porque el filme de Christopher Nolan me ha obligado numerosas veces a reflexionar sobre los sueños dentro de los sueños y cómo una idea introducida en el ámbito onírico puede afectar a nuestra realidad.
Pero hoy prefiero hablar de ¡Olvídate de mí! (Eternal Sunshine of the Spotless Mind), sin duda el mejor trabajo de Michel Gondry: una película repleta de recuerdos que se disuelven en la nada o en el limbo o en el olvido, de fragmentos de memoria y de sueños en los que sus protagonistas recrean una historia de amor que se va diluyendo porque, tras la ruptura, ella pretende borrarle a él de su mente. En uno de esos sueños Joel (Jim Carrey) y Clementine (Kate Winslet) caminan por una casa en la playa cuyas paredes se van desgajando mientras el agua del mar se cuela por las aberturas. Ambos tratan de rememorar el momento en que se conocieron, y se lamentan de algunas decisiones. Pero ya es tarde porque a él no le quedan recuerdos y ella quiere que finjan la despedida que nunca tuvieron en la realidad: “Meet Me in Montauk”, dice Clementine.
Recuerdo que vi esta obra maestra en un momento muy significativo para mí y por eso me conmovió aún más: una chica acababa de salir de mi vida y otra acababa de entrar, y en el estreno coincidimos los tres en la misma sala (mi ciudad de origen es pequeña y no son raras estas casualidades). Durante estos sueños del filme, en mi interior confluían el abatimiento y la embriaguez: me notaba abatido por la ruptura y embriagado por la nueva relación, y, como Joel, veía cómo unos recuerdos se iban alejando y descomponiendo mientras mis actos presentes ya ubicaban los cimientos para el futuro.
¿Dónde es el examen final de química?
Por Santiago García Espejo
Si por algo se caracteriza el sueño es por lo paradójico de su naturaleza: por una parte, se opone diametralmente a la realidad experimentada en la vigilia, pero por otra parte es indistinguible de esta, al menos mientras se está soñando. En los sueños pueden pasar cosas absurdas, contradictorias e irracionales, pero debido a una suspensión temporal de nuestra facultad de aborrecerlas y, por tanto, de no creerlas, nos deslizamos por esa narración improvisada con una ingenuidad propia de un párvulo. Sin embargo, es curioso comprobar que hay otras facultades espirituales que no solo no merman, sino que se agudizan, como puede ser el miedo, el deseo sexual o la sensibilidad estética. A esta lista de facultades podríamos añadir aquella que nos impele a cumplir algún tipo de obligación. De hecho, es común que muchos sueños, en su línea argumental más general, incluyan algo que se debe hacer: un objetivo. Es como si nuestra función ética no solo no descansara, sino que además se agazapase en el sueño para seguir ejercitándose.
Algo así le ocurre al afamado Nick Rivers, en la no menos célebre película Top Secret, cuando cae inconsciente mientras lo están torturando unos siniestros agentes (unos agentes nazis que, dicho sea de paso, controlan Alemania Oriental bajo la amenaza de la resistencia francesa: una mezcla de lo más absurdamente onírica). En esa secuencia, que a menudo rememoro por la profundidad de su sentido (ya que, como es sabido, las bromas esconden las veras), la inconsciencia producida por la tortura deviene en una pesadilla que todos hemos tenido alguna vez: Nick Rivers corre desesperado por el pasillo de su instituto y se para junto a un alumno para preguntarle: «¿Dónde es el examen final de química?». El alumno le responde, con gesto hierático, que los exámenes han acabado, noticia que Nick recibe con verdadero terror, echándose las manos a la cabeza: «¡No! ¡No he estudiado! ¡Oh, no! ¡He vuelto al colegio, no puedo creerlo!». Cuando ese terror le hace despertar, los agentes le están cosiendo la espalda a latigazos. Echa un vistazo hacia atrás y sonríe aliviado al comprobar que solo se trataba de un sueño.
No recuerdo haber visto, en ninguna otra película, referencia alguna a este sueño en concreto —tan común y tan cargado de significado— en el que volvemos de nuevo a estudiar y sufrimos porque no hemos estudiado, es decir, porque no hemos hecho lo que debíamos haber hecho. Puede que ese sentimiento tan peculiar entronque con algún resorte oculto de nuestra fuerza de voluntad y su sistema de premios y castigos. En la secuencia que acabo de describir, queda perfectamente reflejado, no solo lo que he señalado más arriba acerca de la imposibilidad de distinguir sueño y vigilia, sino sobre todo la fuerza del imperativo moral y del subsiguiente arrepentimiento en este tipo de sueños; arrepentimiento tan abrumador que es preferible incluso ser violentamente torturado. Uno no puede evitar soltar una carcajada, pero el eco de la carcajada resuena en los sótanos de nuestra psique. Poca broma.
Bienvenido Míster Marshall (Berlanga, 1953)
Por Mireia Iniesta
Cuando pienso en la relación entre cine y sueños no puedo evitar acordarme de Bienvenido, Mister Marshall y de aquella ansiedad experimentada por los personajes más relevantes de la villa ante la tan anhelada llegada de los americanos. La aterciopelada voz de Fenando Rey acompaña a un plano general nocturno de Villar del Río y relata: “ya todos están dormidos. Ahora es el momento para lo que todo lo que se ha soñado o sentido secretamente alguna vez salga de pronto”. Tras esas palabras, arrastrados por los delirios que provocan las tórridas fiebres del miedo, los personajes dan forma a sus peores pesadillas. Don Cosme, el cura del pueblo, sueña que es apresado durante una procesión por los americanos, que le someten a un interrogatorio con foco cegador incluido y, posteriormente, a un juicio sumarísimo en el que es condenado a la horca por el comité de actividades antiamericanas. Don Luis, el funcionario, se ve a sí mismo como un conquistador llegando a tierras indígenas, un pequeño Colón de provincias que acaba en el caldero de los malvados lugareños, presumiblemente caníbales. Por su parte, el alcalde del pueblo se sueña en el interior de un western, género fundacional del séptimo arte, en el que entra a través de la imagen de las faldas levantadas de unas bailarinas de can can. Por supuesto, en su sueño no falta la entrada triunfal del sheriff al salón, ni de la parroquiana sexy que se insinúa, ni el duelo de rigor entre los peores villanos del Far West y el representante de la ley. Toda la sal y toda la inteligencia de Berlanga se concentra en los sueños de su película y en sus personajes, que emiten un farfullo ininteligible a imitación del inglés. Entre ellos se erige majestuoso el sheriff encarnado por Pepe Isbert. Toda una metáfora de las estrategias creativas de Berlanga que me reconduce a la escritura de Carlos Atanes, en cuyos textos creo dilucidar una parte del espíritu del director valenciano. Verbigracia, el humor como estilete, la ironía como revulsivo, la inteligencia como bandera.
Fresas salvajes (Bergman, 1957)
Por Carlos Tejeda
“En la madrugada del sábado 1 de junio tuve un sueño extraño y muy desagradable. Soñé que, durante mi paseo matutino, me perdí por un desconocido barrio de la ciudad, de calles desiertas y casas decrépitas”, dice la voz en off del viejo profesor Isak Borg sobre un plano en el que duerme y que da paso a la visualización de lo que en realidad es una pesadilla: el anciano observa que el reloj que cuelga de una fachada no tiene agujas y saca de su bolsillo el suyo, de cadena, en el que comprueba que tampoco tiene manecillas. Su inquietud va en aumento. Se quita el sombrero y se lleva una de sus manos a la frente. Duda a donde ir. No hay un alma. Ve a un hombre con sombrero, imbuido en un abrigo, de espaldas. Se acerca a él y cuando se sitúa a su lado, le pone su mano en la espalda. Este se gira, su rostro es deforme y se desploma al instante en el suelo ante Borg que contempla como se diluye su cuerpo entre sus ropas. Pasa un carro fúnebre tirado por dos caballos, sin guía, cuya rueda trasera se engancha en una farola que, por la fuerza de los animales al tirar del carruaje, hace que se rompa y ruede hasta el anciano profesor que ve como cae al suelo el ataúd que lleva y del que sobresale una mano. Los animales prosiguen su trote despavorido arrastrando los restos de la carreta. El profesor se acerca al féretro y la mano, que mueve ligeramente los dedos, trata de agarrarle. En ese forcejeo, el anciano, asustado, comprueba que el cadáver es él mismo. La combinación de los planos de ambos rostros, el vivo y el finado, que parece haber resucitado, enfatiza la angustia que le despierta de la pesadilla. Es el primer sueño del protagonista, a quien interpreta Victor Sjöström, uno de los grandes nombres del cine sueco en la que fue su última aparición en el cine. El film, Fresas salvajes (Smultronstället, 1957) de Ingmar Bergman. Y mí sueño fílmico de referencia.
Nostalgia (Andrei Tarkovski, 1983)
Por Alexander Zárate
La cámara encuadra en la penumbra al poeta ruso exiliado Andrei (Oleg Yankovskiy). Es una sombra perfilada. Durante unos minutos permanece sentado, flanqueado por la luz que entra por la ventana de la izquierda y por la puerta del baño a la derecha (los dos ojos de una mirada cansada), mientras, muy lentamente, la cámara se desliza hacia él. El mismo tiempo se desliza, acompasado al tenue sonido de la lluvia. Ese cuerpo que es sombra se tumba, y aparece, por la puerta del baño, un perro que se sienta junto a la cama, bajo la ventana. La mano de esa sombra se posa sobre su cuerpo, y la cámara culmina su deslizamiento hasta encuadrar su rostro, ya no en blanco y negro sino en color. ¿Es sueño o real? El color parece pertenecer al presente y el blanco y negro a las evocaciones y los sueños, pero se conjuga en un mismo plano. Y ese perro aparece en las imágenes de su familia en un entorno natural, en Rusia, ¿recuerdos o sueños? Aparece corriendo con unas mujeres y un niño (él), o inmóvil mientras tras esas figuras, la casa al fondo y la bruma, se entrevé cómo se alza el sol, hacia el que sus miradas se vuelven. Quizá sean la encarnación transfigurada de una añoranza, evocada o/y soñada desde la inmovilidad vital del presente. Ese perro aparece también junto a Dominico (Erland Josephson), el hombre que mantuvo encerrada en casa a su familia para mantenerla a salvo porque temía el fin del mundo, y cuyo reflejo aparece en un espejo en el que Andrei se mira en otra ensoñación en la que recorre unas calles solitarias, rebosantes de desechos. Es el reflejo del extravío presente de Andrei. ¿Si te preocupas ante todo de tu propio extravío íntimo, de tu yo, cómo te relacionas y conectas? ¿O cuál es la realidad que habitas si se parece más bien a un círculo con tu rostro? Por tanto, la conjugación y fusión de sueño, recuerdo y presente son el reflejo de un temblor interior que es extravío.
No ha habido ningún otro cineasta como Tarkovski que haya conseguido con tal ingenio expresivo difuminar, a la vez que ampliar, los límites en la relación con lo real (o entre mente y realidad) y materializar la singularidad del sueño, en cuanto experiencia sensorial e inmersiva, como la transfiguración perceptiva, temporal y sonora, que nos hace consciente de los posibles múltiples ángulos y niveles desde los que experimentar el potencial de lo real.
En su libro Filmar los sueños, Carlos Atanes también recorre otros inolvidables sueños de la historia del cine, y reflexiona sobre la relación entre el cine y los sueños de la mano de cineastas como Federico Fellini, Billy Wilder, Werner Herzog, Alfred Hitchcock, Luis Buñuel, Christopher Nolan, David Lynch, Maya Deren, ¡y más! Así es cómo el autor aborda cuestiones como… ¿Hasta qué punto es realmente posible filmar los sueños? De hecho, ¿un film es un sueño? ¿En qué se parece soñar al acto de rodar un film? ¿Tiene acaso el cine un vínculo inherente con el mundo de los sueños, superior al de otras artes? ¿Sirve el cine para desentrañar y descubrir los secretos de nuestros sueños?
O si lo deseas, descubre otros libros de nuestros solaristas invitados: José Ángel Barrueco, Santiago García Espejo, Mireia Iniesta, Carlos Tejeda y Alexander Zárate.
¡Gracias a todos!